7 de octubre de 2011

Allí donde las luces mueren

Ángela se sentó en el único sillón del salón de su casa, donde, aunque no lo recordara, había pasado tantas horas leyendo estos últimos años. Contemplando el parque que quedaba delante suyo olvidó muchas cosas. Olvidó su infancia en un pequeño pueblo de la costa, donde cada sábado salía todavía de noche con su abuelo e iban a pescar en una barquita de madera. Olvidó la belleza que había poseído en su juventud, y que tantos corazones había roto, y que a pesar de eso las cosas no le habían ido como ella habría querido. Olvidó también su triste vida como esposa, aquellos años vacíos que, si bien no habían satisfecho sus carencias amorosas, le habían permitido realizar su sueño profesional. Olvidó todas las butacas de todos los teatros que había llenado, y todos los papeles representados, que todavía seguían en algún cajón, esperando a que otra persona les rescatase otra vez. Olvidó al final su nombre, su rostro, a aquellos que la rodeaban en viejas fotografías. Olvidaron sus pulmones cómo respirar, y su corazón cómo latir. Ángela olvidó que moría, y por último, su cuerpo desapareció, pues el olvido  sigue su curso más allá de la muerte.


2 comentarios:

  1. Puede que siga su curso más allá de la muerte, pero no siempre es permanente.

    No siempre.

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  2. Si el olvido fuese siempre permanente no existiría el verbo recordar.

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